Pozo Mosquitera 2. El Terrerón, Langreo, Asturias. Año 2005.

2 Comentarios
  • Julio

    3 septiembre, 2009 a las 7:47 pm Responder

    El castillete ya esta restaurado, perfecto, muy guapo. Pero los edificios están cada vez más deteriorados… debe meterse mano enseguida.

  • Adolfo Lopez

    3 agosto, 2018 a las 10:15 pm Responder

    EL SILENCIO DE LOS POZOS TERRERON Y MOSQUITERO

    Publicado el febrero 28, 2017 por ANTON SAAVEDRA RODRIGUEZ

    A la hora de adentrarnos en los pozos Terrerón y Mosquitera o Mosquitera II y Mosquitera I hay que remontarse al año 1844 para referirnos a la boca de la mina Mosquitera, la cual sería concedida en 1868 a una compañía formada por las sociedades D’Eichtal, Marqués de Guadalmina y Barón del Castillo de Chirel y otros en los que aparecía incluso algún miembro de la familia imperial rusa. Posteriormente, las minas del Coto Mosquitera pertenecieron a la Unión Hullera y Metalúrgica de Asturias la cual fue absorbida en 1906 por Duro Felguera, y allí, muy cerca de la desembocadura del arroyo La Braña, la Duro-Felguera sería la encargada de profundizar dos pozos: el primero – Mosquitera I – iniciado en noviembre de 1927 y terminado en 1929, mientras que el segundo – El Terrerón – se iniciaba en 1942 siendo puesto en producción en 1946.

    Por cierto, una fecha coincidente con la visita del dictador Franco a la región asturiana, el 20 de mayo de 1946, que iniciaba en las instalaciones de Duro Felguera una apresurada visita por las cuencas mineras, siendo vitoreado por un multitudinario público concentrado en la plaza del pozo Mosquitera, muy cerca donde la empresa había instalado un campo de concentración y de explotación de mano de obra esclava para asentar su poder, y sin embargo tan silenciado hasta la fecha. Sí, he dicho campos de concentración, no centro de prisioneros, ni depósitos, ni campamentos, ni colonias, ni los eufemismos que solo pretenden esconder o atemperar una realidad, como fue la existencia en España de de 188 campos de concentración donde a los prisioneros republicanos se les internaba, reeducaba, torturaba, aniquilaba ideológicamente y preparaba para formar parte de la enorme legión de esclavos que construyeron y reconstruyeron infraestructuras estatales, como parte del castigo que debían pagar a la “verdadera” España, por haber ingresado las filas de una supuesta “anti-España”, a los cuales nos referiremos muy ampliamente a lo largo del presente capítulo dedicado a los pozos de Mosquitera..

    Como ha quedado dicho, el Pozo Mosquitera I, siendo el más viejo del coto, con una profundidad de 566 metros hasta su 8ª planta, sin embargo, la reconversión realizada por Hunosa en 1973 lo transformó en el más moderno, al ser sustituido su castillete por una moderna torre de extracción del mineral, aunque con fecha 22 de diciembre de 1989, un dramático incendio en la séptima planta debido a la quema de la cinta tansportadora de carbón, causando la muerte de cuatro trabajadores de la subcontrata Expenor en HUNOSA, forzaría el cierre de la explotación. A su lado sería profundizado el pozo Mosquitera II, conocido por El Terrerón, con una profundidad de 480 metros y 4,5 metros de diámetro en su brocal, que haría las veces de auxiliar a la vez que productor de carbón para los altos hornos de Duro-Felguera, siendo clausuradas sus instalaciones en el año 1988.

    Una de las innovaciones del coto Mosquitera, ya bajo la dirección del ingeniero madrileño Luis Adaro y Magro, sería la instalación del primer lavadero de Asturias, fabricado por la casa alemana Humboldz, en sustitución de los viejos “mojaderos” que venían funcionaban en Asturias desde 1880, a la vez que liberaba a las mujeres de aquellos penosos trabajos, así como el arrastre de los vagones por caballerizas, lo que supuso toda una innovación tecnológica en aquellos tiempos en los que vio la necesidad de impulsar la implantación de sistemas mecánicos en las minas asturianas de carbón, cuya tecnología se encontraba totalmente obsoleta.

    Pero sería injusto silenciar a Luis Adaro en su gran labor innovadora en la cuenca del Nalón, cuando presentó en Madrid su brillante “Informe sobre la fusión de minas y creación de una fábrica metalúrgica en Asturias” que sería el histórico precedente de la creación de Ensidesa muchas décadas después.

    Así convenció a los propietarios de las minas “Mosquitera”, “La Justa” y “María Luisa” para fusionarlas, aunque no logró que secundasen su estrategia industrial los hermanos Herrero con sus minas de “Santa Ana”, aunque sí se realizó en 1906, porque la razón siempre se impone a la tozudez de quienes no veían llegar los nuevos tiempos y la necesidad de superar la era de los chamizos con la concentración de las minas de carbón.

    Nadie podría entender el espectacular desarrollo industrial asturiano en la segunda mitad del siglo XIX sin referirse a Luis Adaro y Magro (1849-1915), uno de aquellos “sabios” emprendedores que, en un ambiente social similar al que vivimos en la actualidad debido a la mediocridad y miopía de nuestros actuales gobernantes, con una fe ciega en el progreso emplearon todos sus conocimientos y su dinero en la creación de un nuevo tejido industrial en Asturias, no sólo desde la instalación de los primeros lavaderos de carbón, la integración del carbón y el acero en la fábrica siderúrgica de Duro-Felguera, o la salida del producto a los mercados por tierra y mar, con las mejoras en el Ferrocarril de Langreo y la construcción del puerto del Musel, sino por sus iniciativas en favor de los derechos de los trabajadores, con la creación de la Unión Hullera y Metalúrgica de Asturias – todo un antecedente de los seguros sociales -, o la construcción del Sanatorio Adaro en Sama de Langreo para curar debidamente sus dolencias y enfermedades.

    La profundización de los pozos mineros y la influencia de la fábrica siderúrgica de Duro-Felguera, empresa que fue absorviendo la mayoría de las explotaciones mineras ubicadas en la vega del Nalón a lo largo de los concejos de Langreo y San Martín del Rey Aurelio, explica el rápido crecimiento del empleo y la concentración del mismo en grandes centros de trabajo, creando condiciones para el desarrollo sobre los espacios libres de una urbanización más o menos continua que dio lugar a distintos núcleos, cinco de los cuales, Tuilla, Sama, La Felguera, Lada y Carbayín, flanquean el espacio de los Pozos Mosquitera y Fondón, entre otras empresas mineras del concejo, como Langreo y Siero o Carbones de Langreo.

    Fue un lugar muy próspero con el auge del carbón, llegando a tener unos 5.000 habitantes, y con ello comercios, dos cines, bares, escuelas, etc. y decayó con la reestructuración de la industria hullera en los años 1980. El núcleo de Tuilla creció alrededor de la estación del FC de Langreo, originaria de 1856. En los años 40 comenzó la construcción de la barriada junto a la carretera principal, lo que configuró a Tuilla como un núcleo urbano. No obstante, tanto en la construcción de los edificios para vivienda y servicios, la empresa Duro-Felguera apenas tuvo que ver, limitándose a una intensa explotación de los yacimientos mineros, dejando la responsabilidad del urbanismo, tales como la construcción de viviendas, canalización del rio, puentes y otras obras a la iniciativa pública, caso concreto de las poblaciones de Tuilla y Carbayin que se deben fundamentalmente a la construcción de sus barriadas mineras del Candín y Cotayo en ambas localidades, aprovechando la legislación surgida a continuación del golpe fascista contra el gobierno legítimo de la II República que trajo la guerra incivil, donde una ley de abril de 1939 sobre Viviendas Protegidas establecía un sistema de protección para que las entidades empresariales pudieran aportar mayores esfuerzos a la solución del grave problema de la vivienda dedicando medios económicos para la construcción de las mismas, aunque el seguimiento empresarial sería casi nulo, agravando enormemente el problema de la vivienda, especialmente en las cuencas mineras asturianas que, por la necesidad del carbón que tenía España para su desarrollo industrial, recibían fuertes oleadas de mano de obra procedente de otros lugares del territorio español.

    Con el fin de intervenir en tan importante como acuciante problema, ese mismo año era creado el Instituto Nacional de la Vivienda en el seno del Ministerio de Acción y Organización Sindical con el objetivo de fomentar y dirigir la construcción de las viviendas y, en casos de especial necesidad, realizar directamente las obras, construyéndose durante su existencia miles de viviendas protegidas, aunque sin alcanzar nunca el objetivo de “una vivienda digna para cada familia trabajadora”, tal y como había proclamado el Fuero del Trabajo del régimen franquista. Estas viviendas eran entregadas en régimen de amortización bien a los propios trabajadores, según los baremos de adjudicación propios de las distintas promociones, bien a las empresas que, a su vez, las adjudicaban en alquiler a sus trabajadores, dándose todo tipo de corrupciones y “amiguismo” a la hora de hacerse con una vivienda, aunque también algún paro en el pozo por adjudicaciones fuera del baremo establecido previamente.

    Respecto a la gestión de la vivienda, con la llegada de la llamada democracia, el Instituto Nacional de la Vivienda pasaría a formar parte del Instituto para la Promoción Pública de la Vivienda y, más tarde a la Administración del Principado de Asturias, subrogándose en la posición jurídica de aquel organismo en Asturias y asumiendo las viviendas del antiguo Instituto (INV) y Obra Sindical del Hogar (OSH) en la región, a través de la Consejería de Ordenación del Territorio, Urbanismo y Vivienda, hasta que en los años noventa se crea el organismo denominado VIPASA, que fue el encargado de liquidar todo el proceso de amortización con la empresa HUNOSA, donde habían quedado integradas la práctica totalidad de las empresas mineras de las cuencas, y trasladarle la propiedad de los inmuebles, de manera que esta pudiera iniciar la venta directa de las viviendas a sus inquilinos.

    Cuando se desmoronó la minería, en Tuilla se desplomó todo. Quien daba vida al pueblo, que llegó a tener 5000 habitantes, eran los pozos. Clausurados estos, sólo queda seguir mirando para el solar vacío de Mosquitera II, recordando aquel proyecto enterrado de hacerlo polígono industrial, pero los Fondos Mineros para la reindustrialización y generación de puestos de trabajo, algunos se usaron para la rehabilitación del centro social o el necesario acceso rodado a la barriada y otros, y la mayoría, se evaporaron por el camino o se quedaron en los bolsillos de los cuatro “cazasubvenciones” amiguetes de los políticos y pandilleros sindicales de turno.

    Hoy, todo lo contrario de lo que ocurría allá por los años cuarenta, en la barriada minera de las viviendas protegidas de Tuilla sobra espacio para albergar más población en el pueblo. Las cerca de trescientas casas del conjunto urbano, que a la vista es el centro de la villa y en el fondo también sirve para retratar la esencia exacta de lo que fue esta población edificada para servir a la minería, trepan por la loma que se aleja del cauce del río Candín componiendo con su uniformidad de bloques idénticos y persianas bajadas la sensación de que hay mucha casa para tan poca gente. Sin pozos mineros ni rastro de sustitutos fiables, ha desaparecido el aliciente de vivir en el desnivel de este lugar cosido a una cuesta abajo, en este pueblo con la reconversión pendiente pero desfigurado al desmoronarse la industria minera.

    Y allí quedan los solares con sus instalaciones destruidas y abandonadas de lo que fueron los pozos de Mosquitera I y II, guardando un prudente silencio de lo que significaron como factor determinante que produjo los mayores cambios en el status social de gran parte de la población asturiana, transformando radicalmente la estructura de la sociedad tradicional dado que, en base a su consumo, se estableció una potente siderurgia, se mejoraron las comunicaciones y, en definitiva, se catapultó la economía regional y nacional hacia la modernidad.

    Un silencio que no están dispuestos a seguir mnteniendo, cuando ellos fueron testigos desde la altura de sus castilletes de aquellos Campos de Concentración instalados en sus terrenos por el franquismo para albergar mano de obra esclava cuyo único delito había sido la lucha por la libertad y la democracia en la defensa del gobierno legítimo de la II República en España.

    En efecto, uno de los elementos que caracterizaron al régimen de los vencedores en 1939 fue el uso masivo y duradero del trabajo esclavo, convirtiéndolo en el instrumento central de su política penitenciaria. No, no se trataba sólo de un recurso económico sino también de una forma más, añadida a la eliminación física y el internamiento, de la reeducación de los “rojos”, considerados por Franco y sus sicarios como una horda de asesinos y forajidos. En el imaginario colectivo europeo, nombres como el de Guernika representan la encarnación de la violencia de todas las guerras y, en particular, de una guerra tan incivil como la de España: el horror sin necesidad de adjetivos. Pero la realidad demuestra que la Guerra Incivil Española legó para la posteridad muchos Guernikas, muchos lugares de la memoria de la violencia, como la plaza de toros de Badajoz, la ciudad de Málaga, el puerto de Alicante o Madrid, a los que hay que añadir nombres inolvidables para la memoria: los campos de concentración de Franco, como los del Pozo Mosquitera, Fondón y San Mamés, todos ellos pertenecientes a la empresa DURO-FELGUERA.

    En el contexto de un Estado de guerra mantenido durante un largo periodo de tiempo, los Tribunales Militares, los de Responsabilidades Políticas, los relacionados con la Causa General, los de Represión de la Masonería y el Comunismo, la Ley sobre Seguridad Interior del Estado o la de represión del Bandidaje y Terrorismo (específica en la lucha contra el maquis) establecieron el contexto legal de un enorme entramado represivo, donde miles de personas fueron fusilados y arrojados en alguno de los pozos mineros, como “El Fortuna” en la localidad asturiana de Turón, multitud de prisioneros y presos empleados en trabajos forzosos en los 188 campos de concentración instalados a los largo y ancho de la geografía española, miles de funcionarios depurados y, ante todo, la extensión de una sólida cultura del silencio y el miedo son las más claras imágenes de una posguerra marcada no por la reconciliación, sino por el politicidio. Y si la España de Franco echó sus bases políticas en una inmensa inversión en violencia para vivir después de sus rentas, no hay que andarse con medias tintas a la hora de afirmar que Franco contó con y se apoyó en una tupida red de campos de concentración y de explotación de mano de obra republicana para asentar su poder. Campos de Concentración que dejaron a nuestro país convertido en una “inmensa cárcel”, llegando a sumar cerca de medio millón de internos sufriendo unas deplorables condiciones de vida y unas humillantes políticas de clasificación y reeducación políticas.

    La regulación del sistema de campos fue progresiva y paralela a la del aparato legal y jurídico establecido por los sublevados para encauzar, corregir y castigar las actuaciones individuales y colectivas durante la llamada “dominación roja”. Así, fueron creadas las Comisiones de Clasificación de acuerdo con la Orden General de Clasificación, que establecía los criterios para la división de los prisioneros de guerra entre Afectos, Dudosos y Desafectos a la causa franquista, siempre según los datos y avales que de las “entidades patrióticas”, esto es el clero, la guardia civil y la falange local se remitieran a las Comisiones de Clasificación, instaladas por regla general en los mismos campos de concentración. Esa moderna forma de esclavitud franquista, de humillación y de construcción, en lo físico y lo simbólico, de una auténtica “comunidad nacional”, de una “verdadera España”, se cimentaba de tal modo sobre un aparato ideológico y una definida cosmovisión de los “enemigos de España”: los engañados, los descarriados, por fin vencidos, reconstruían, no sólo las infraestructuras, sino también la Patria. Para los vencedores, los trabajos hechos con mano de obra forzosa fueron un pago, un castigo, un lógico final de la Guerra y de su prolegómeno, la República. Para los vencidos, fueron la humillación, la explotación de su mano de obra y la de las vidas de sus familiares.

    En aquellos campos de concentración, los prisioneros entraban en los lugares de trabajo en formación militar, donde realizaban sus agotadoras y largas jornadas laborales a cambio de “un plato de agua caliente, un chusco de pan y una lata de sardinas” (mucha de la comida destinada a los campos de concentración, tales como el tocino, los garbanzos o el aceite, terminaba siendo comercializada en el estraperlo por los militares y funcionarios encargados del campo), pero si no rendían lo suficiente, eran trasladados sin advertencia previa a un campo de concentración “de castigo”, lo que garantizaba diariamente una paliza tras otra paliza, sed y más hambre todavía, mientras que un alto rendimiento se premiaría con primas. Los prisioneros eran sometidos a reconocimiento médico para evitar “defectos físicos”, y sus trabajos se liquidaban con la Inspección donde, por cada de día de trabajo, el Estado cobraba una cantidad a la empresa donde trabajaba el preso, y el Estado “pagaba” una cantidad a la familia del preso, dependiendo de si estaba casado por la iglesia y tenía hijos bautizados, con un máximo establecido. A cambio, el Estado le cobraba al preso la comida y la ropa, y si al final le quedaba algo, se le ingresaba en una cartilla de correos que le entregaban cuando salía en libertad, aunque “aconsejaban” que era mejor no pasarse a recoger aquel dinero.

    En ningún caso era admitida ninguna objeción por boca del prisionero: su única y principal obligación era la obediencia. Las normas de vida cotidiana en los trabajos forzosos regulaban, por tanto, una extrema crueldad. Por ello, los pozos mineros del silencio levantan su voz para recuperar la memoria sobre lo sucedido en aquel campo de concentración del pozo Mosquitera y otros, sobre el sufrimiento a que se vieron forzados aquellos hombres y sus familias

    ANTON SAAVEDRA

Deja un comentario